Thursday, July 17, 2008

Malas palabras, che...

Después de pasar unas horas escuchando a Enrique Pinti y sus monólogos magistrales, llegué a una conclusión que encuentro importante: no existe mejor vocabulario para hablar palabrotas que el argentino. El tono de voz, el acento “cantado”, ruidoso y en ocasiones dramático del argentino permiten el uso de palabras soeces mejor que ningún otro acento del español. Sin desestimar el valor del lenguaje corporal – que en Argentina, como en Italia, es parte fundamental de la simbología del lenguaje-, el idioma de los argentinos utiliza las malas palabras como una parte fundamental y necesaria para hacer llegar el mensaje.
Las palabras son , en mi humilde opinión, símbolos altamente representativos del grupo cultural en el cual se utilizan. El conjunto de morfológico como tal, el significado en sí mismo no basta para entender el verdadero valor de una palabra, el significado que se pasa a través de la enculturación; lo que realmente quiere decir cuando se utiliza.
En tal sentido los argentinos tienen una verdadera escuela de tradición con respecto a las palabras bajas, o malas, en fin, a las puteadas. Constituyen una parte fundamental del vocabulario de niños y grandes, de individuos educados en la academia o hechos a fuerza de trabajo duro, de letras de tangos y discursos partidistas. En Argentina se juzga el uso de la palabra, no el significado enciclopédico que conlleva, y eso es lo que lo hace tan maravilloso. Porque cualquier individuo de habla castellana / española puede decir “hijo de puta”; es en el grado de hijo-de-putez donde radica el fenómeno argentino que da a las palabras valores totalmente distintos dependiendo la situación. En Argentina un hijo de puta puede ser el mejor, el más capaz, el vivo, el canchero, o el peor, la escoria más repugnante, al que habría que romperle la cara.
Pero este milagro del idioma que permite utilizar las “palabrotas” en maneras tan diversas no se acaba en ellas. El argentino puede –exitosamente- utilizar palabras sin ningún tipo de denotación peyorativa para crear oraciones altamente ofensivas, indiscutiblemente perturbadoras y llenas de encono. Depende del tono, del momento, del nivel que se quiera alcanzar en la disputa, y como todo argentino sabe, la disputa no tiene límite.
Hago un paréntesis para recordar una anécdota de Camilo José Cela que se relaciona directamente con este escrito y el valor siempre tan fluctuante de las palabras. Cuentan que Cela estaba participando en una mesa redonda de académicos de la lengua y se aburría. En algún momento apoyó su cabeza sobre sus brazos, como si dormitara. La persona que en ese momento disertaba se molestó –con razón, diría yo- y en el micrófono comenzó el siguiente intercambio: “¿Está usted durmiendo, señor Cela?” “No, no estoy durmiendo, estoy dormido”. “Pues es lo mismo”. “Perdone, pero no lo es. O ¿acaso es lo mismo estar jodido que estar jodiendo?”
Oh, el lenguaje….!!!!!!!
Regresando al tema del lenguaje soez de los argentinos, no existe un comentarista de la vida nacional como Pinti para demostrar sin mayores ejemplos cómo se utilizan las malas palabras, qué cantidad de sentimientos pueden cargar en sus letras y por qué es necesario utilizarlas. El “hijo de puta” de su monólogo sobre los militares argentinos de la última dictadura nada tiene que ver con el “hijo de puta” del argentino turista que cree comerse a puños a Europa. El tono, la forma, y el marco cultural definen el grado de hijo-de-putez y no existen las confusiones.
En México en cambio, putear es negocio serio. Existen por supuesto las palabras comunes que todos decimos y a nadie ofenden. Pero lanzar al aire un “hijo de la chingada” cuando alrededor hay personas que no son del grupo que espera recibirlo puede causar problemas. Las palabrotas son mucho más serias y exigen un entorno más privado, la complicidad del oyente. En Argentina la mierda, el culo, el hijo de puta y la concha de la lora flotan en el aire como pompas de jabón esperando ser rescatadas. Y las rescatan los chicos en la escuela, las madres en la verdulería, los padres cuando arreglan el coche y las abuelas cuando juegan bingo. Nadie se esconde del bienestar que da decir en voz alta una mala palabra sabiendo que, si acaso ofende, es sin querer pero con ganas.
La capacidad argentina de dar significados alternativos a las palabras que comúnmente en cualquier país de habla hispana serían simple y llanamente groseras, ha contribuido a la imagen altanera y soberbia, pedante y egocéntrica que se conoce del argentino en el exterior. No, no estoy diciendo que es la causa mayor; es uno de los factores que ha creado dicha imagen. La mayor parte de esta figura, conocida ya de pleno en Latinoamérica y en gran parte de Europa ha sido creada, ganada a pulso por individuos que se jugaron a ser Gardel solamente por haber nacido en su tierra. Y ni en eso le acertaron.
Sin embargo es necesario reconocer el carácter altamente idiosincrásico del humor argentino, y por ende, del uso de sus malas palabras. El argentino no cree que todos son como él; el argentino espera que todos entiendan quién es. Allí radica el problema, el quilombo, el despelote, las ganas de joder y, como siempre, la broma subida de tono. El individuo nacido en Argentina trae consigo una serie de derechos y obligaciones concedidas por virtud del lugar de nacimiento, como sucede en tantos otros lugares del mundo. Uno de dichos derechos es el entendimiento tácito del uso de un vocabulario y una serie de reglas de sociabilización innatas, entendidas como universales. Aunque la universalidad esté contenida entre un río fangoso, océanos eternos y unas montañas absurdamente altas. Es en ese momento, cuando el argentino se define como habitante del mundo, cuando comienzan los problemas.
Porque el mundo no es la historia argentina. No es solamente San Martín cruzando los Andes; es San Martín cruzando los Andes y mandando después a Artigas, como regalo de Estado cuatro esclavos negros; no es solamente Sarmiento creando escuelas para la patria; es Sarmiento pasándose por el culo al Congreso nacional y cacheteando a sus asesores en frente de dignatarios extranjeros; no es solamente el equipo nacional de fútbol ganando la copa del mundo, es un partido que se jugaba al mismo tiempo que cientos de argentinos eran torturados en campos de concentración clandestinos.
Entiendo que la discriminación histórica no es un recurso utilizado exclusivamente en el sur más sur del continente americano. Sin embargo sirve, en parte, para tratar de explicar lo curioso del uso de un vocabulario considerado en distintas situaciones, negativo, soez e inclusive vulgar.
Existe en el argentino una condición que no encuentro cómo llamar; una seguridad en sí mismo tan visceralmente entendida que es imposible discutirla. El argentino es economista cuando discute la crisis del campo; director técnico cuando su equipo no da lo que puede; moralmente incorrupto cuando se trata de juzgar los ires y venires personales de otro; más Argentino que la bandera el 25 de mayo y nunca vencido durante la guerra de las Malvinas.
Conozco el tema por que nací y viví allí; no toda mi vida, algunos años solamente,en distintas etapas y posiblemente muy influyentes; mi niñez, mi primer enamoramiento, mi hijo ante todo. Crecí con la nostalgia del pasado de mis padres, con las ganas de volver - no a la vida política y activa de mis padres, sino a los pinos altísimos de la casa de mi nona-. Estudié historia argentina de la casa de los exiliados despues de ir a la escuela. Viví en el "guetto" del exilio argentino en Mexico; amigos, fiestas, comidas compartidas para que parecieran mejores, el llanto callado de los "grandes" que nos hacía sentir tristes pero que no lográbamos entender a los once años. Salí, regresé, salí de nuevo. Decidí que no le falto el respeto a nadie cuando me defino como argemex; cuando respondo a la pregunta "De dónde eres?" con un "Argentina, pero no ejerzo". Cuando me emociona más el olor de un mercado en la sierra nayarita que el himno escrito por López y Planes.
Pero cuando se trata de putear me sale - y agradezco- la naturaleza esa, arbitraria y casi diría genética del ser argentina. Esa seguridad innata de declarar en voz alta y sin remilgos que alguien es un hijo de puta, o un hijo de puta, o acaso, un hijo de puta. De mandar a alguien - como me enseñó mi prima- a lavarse las tetas, o de juzgar sin razones a quien "si no se come la galleta rasca el paquete".
No me hace sentir orgullosa. Acepto la maldad de mis comentarios y de echo trato de no hacerlos.
Al final del día, cuando estoy cansada, cuando me preparo para ir a dormir y hago un recuento de mis actos del día y recuerdo alguna de esas puteadas que salen del estómago antes que las pueda detener solamente me queda mirarme en el espejo, sonreir y decir en voz alta y para el que quiera escuchar "pechito argentino, che..."......
Buenas noches a todos los que me importan. A los que no .... vayánse a la re mil puta que los parió, carajo!!!!!